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El ayer y el hoy de Red Bull y la Energy Station

Cuando la escudería Red Bull, surgida de las cenizas del fracasado proyecto de Jaguar, irrumpió en la Fórmula 1, allá por 2005, la suya era una presencia simpática e informal. Sus primeros resultados no suponían amenaza alguna para los capos de la parrilla, pero para el propietario del imperio de la bebida energética, Dietrich Mateschitz, no suponía mayor problema. De momento.

¿Qué los coches azules con un astado rojo en el capó motor se las veían para puntuar? No había problema. Firmaba con George Lucas para promocionar su (penosa) nueva entrega de Star Wars en el Gran Premio de Mónaco y la presencia en su box de Chewbacca, Darth Vader, C3-PO y un miniejército de soldados imperiales le garantizaba la exposición mediática. A falta de resultados, la maquinaria de marketing tenía claro cómo llamar la atención de los objetivos: convirtiéndose en la alternativa cool en el rígido y hasta cierto punto anquilosado entorno del paddock.

No había espacio en los titulares de la prensa para éxitos en la pista. Así que había que ganárselos fuera. Todavía en plena época de imparable escalada de costes, Red Bull inició otra muy peculiar. Por entonces los motorhomes de los equipos eran poco más que autobuses con una carpa adosada. En el Gran Premio de San Marino de 2005, primera parada europea del Mundial, hizo su aparición la Energy Station. Una mastodóntica estructura de tres niveles. El inferior, para personal del equipo, el intermedio para prensa, invitados y, en general, cualquier persona en posesión de un pase, con servicio casi permanente de catering, y un tercero de terraza perfectamente preparado para proporcionar momentos de relax.

El ambiente era acogedor, nadie era considerado extraño, y a lo largo del fin de semana no faltaban visitas de deportistas extremos patrocinados por la marca, fiestas nocturnas con disc-jockeys en directo… por no hablar de la presencia de  diez chicas seleccionadas previamente que pugnaban por ser elegida la Formula Una del correspondiente Gran Premio. En Mónaco, incluso, se le adosaba una piscina.

Poco a poco, el resto de equipos se fueron poniendo a la altura con hospitalities cada vez más imponentes. Nadie quería ser menos. Ferrari, McLaren, BMW, Toyota, incluso equipos pequeños, como Force India, fueron presentando instalaciones de varios niveles que convirtieron el paddock en una feria de las vanidades: a ver quién lo tiene más grande. Pero entretanto, ya se había iniciado el camino hacia la cumbre de Mateschitz y su juguete sobre ruedas.

La pieza clave del plan, Adrian Newey, aprovechó el nuevo libro de normas de 2009 para cumplir el objetivo para el que fue fichado: hacer de Red Bull un equipo ganador. No solo eso: dominador casi absoluto. Y curiosamente, ahora que son la referencia en la pista, fuera de ella han llegado tiempos más discretos. Se acabaron las fiestas, los concursos de misses, los cocineros de prestigio invitados para confeccionar los menús del fin de semana. Incluso, por desgracia, el Red Bulletin, la revista que imprimían en el propio circuito y que durante cinco años se convirtió en lectura obligada del gran circo (menos Ron Dennis, que no la soportaba y tenía prohibido leerla en McLaren).

La Energy Station, que ya en 2009 había perdido un nivel, es ahora mucho más modesta. Tiene una sola planta, aunque amplia, la acogida sigue siendo cordial y es un lugar perfecto para desenchufarse por unos minutos del frenesí del fin de semana. Pero no deja de ser curioso comprobar cómo, al lado de las estructuras vecinas, parece el hogar temporal de una escudería modesta. Pero no. Aunque no hace mucho Lewis Hamilton los definía como "fabricantes de bebidas" -que, por otro lado, lo son-, Red Bull es ahora el gigante de la categoría reina, al que todos quieren derribar, por el momento, en vano. El tiempo de la superficialidad y el desenfado pasó. Los triunfadores no necesitan ya excesos de nuevos ricos.

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