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El (cliente) que no llora (y se cabrea) no mama

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Tengo un amigo, con más cara que espalda, que ha hecho del "oiga, le aviso de que me voy" toda una disciplina olímpica. ¿Y qué es eso del "oiga, le aviso de que me voy"? En sus palabras: "Cada vez que quiero renovar de móvil, llamo a un operador de la competencia, le pregunto qué me darían si me cambio de compañía, y con las mismas llamo a mi operador y le digo 'oiga, le aviso de que me voy' y me dan lo que quiero. Ya llevo tres móviles de última generación por la patilla…". ¡Genio y figura! Y yo he estado llevando mi zapatófono a cuestas como un miserable…

Ayer fue el día que me harté. No sé a qué puedo achacarlo: resaca del fin de semana, que era lunes o que simplemente sufrí un ataque de elefantiasis, es decir, se me hincharon… La cuestión es que tenía entre mis manos el aviso de próximo vencimiento del seguro de mi coche. A pesar de no haber dado ni un parte el últimos dos años, de ser un conductor ejemplar en los 12 años que llevo en la aseguradora, independientemente de que España va camino de una segunda recesión, de que en todos los sectores se adecuan los precios y las tarifas a la coyuntura actual –algo de primero de básica–, es decir, a pesar de todos los pesares –y de algunos que me dejo en el tintero– esta aseguradora 'mía' me sube la póliza 23 euros. Reconozco que 23 euros no me hacen más pobre y en su defecto tampoco me harían rico, pero una cosa sí es segura: me producen el mismo placer que comer grapas oxidadas.

Con las mismas –esto es, más cabreado que una mona enjaulada pero consciente de que con gritos, cabreos y subiéndome por las paredes como Spiderman iba a tener tanto éxito como si John Galliano presentara su nueva colección en Tel Aviv– llamé al departamento de Atención al Cliente de mi aseguradora. Educadamente pregunté qué tenía que hacer para que me enviaran el Certificado de Siniestralidad. Pedir ese certificado –fundamental si pretendes cambiarte de aseguradora, pues con ello demuestras lo buen conductor que eres– es como mentar la soga en la casa del ahorcado. Rápidamente me pasaron con un departamento cuyos operarios están especializados en vender motos, burras e incluso la suegra del vecino, te cuentan los parabienes de la aseguradora, lo mala que es la competencia, que el servicio de asistencia me ayudaría a cambiar una rueda en caso de pinchazo –¡¡guaaauuuu!!–, bla, bla. No me anduve por las ramas y le dije que no era un problema de dinero sino de falta de 'caricias', de cuidado al cliente. ¡Caray! Es que soy un cliente desde hace 12 años y quiero que me hagan sentir que no soy un puñetero número más que todos los años se retrata vía póliza.

Al final, conseguí que me doraran la píldora y me compensaran por 12 años de fidelidad ininterrumpida. La verdad es que me sentía satisfecho por lo logrado, máxime cuando al no haberme alterado ni un ápice el desgaste de energía había sido menor de lo esperado. Pero aun así seguía teniendo una molestia, como una china en el zapato: al final, para que te traten como un CLIENTE –porque para eso pagas–, tienes que llorar… y mucho. Sin duda alguna, algo está fallando…

Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no tienen por qué coincidir necesaria o exactamente con la posición de Axel Springer o Auto Bild España.

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