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Fábrica de Packard: abandono total a espaldas del salón...

La fábrica de Packard, que un día fue ejemplo de progreso e industrialización en la ciudad de Detroit, ahora ilustra como ninguna otra la decadencia de la capital del motor. A solo un par de manzanas del lugar donde tiene lugar el Salón de Detroit, la ciudad muestra su otra cara: la antigua fábrica de Packard.

Cuando estás en un sitio como la antigua fábrica de Packard en Detroit, completamente abandonada desde hace décadas, al atardecer, sin el guardián, solo tú y el fotógrafo, descubres lo que es el horror de verdad. Las cubiertas gotean constantemente. Un ruido machacón que te pone de los nervios. El viento cruje y silba aquí y a allá, en rincones inesperados. Una lata de cerveza rueda detrás de ti escalera abajo, con un sonido metálico y se queda tirada en cualquier sitio. Por suerte es solo el viento, piensas, y repentinamente vuelve a sonar otra vez, y otra, y otra... Un poco más allá, una habitación que debió ser en su día el cuarto de las duchas y los aseos luce desastrosa. Del techo cuelgan un par de tubos oxidados y cables pelados, algunos urinarios siguen en su sitio.

Es 6540 East Palmer Avenue, Detroit, Estados Unidos. Suena como una calle muy normal, solo a nueve kilómetros del Cobo Hall donde está teniendo lugar el Salón de Detroit 2015, el más famoso del país. Pero en realidad, este sitio es una postal del infierno.

Y es que este en particular es el lugar más peligroso de la ciudad más peligrosa de Estados Unidos. En Detroit centro ya no viven muchas personas, pero hay muchos más asesinatos que en la totalidad de muchos países europeos.

El hogar de Allan Hill, 69 años, donde se cruzan la violencia, las drogas y la desesperación. Allan vive en la vieja fábrica de Packard. O mejor dicho: entre sus ruinas. En los años 20, Packard fue la marca de coches de lujo dominante en Estados Unidos y vendía más que Cadillac y el resto de la competencia juntas. De este complejo diseñado en 1903 por el arquitecto alemán Albert Kahn salían modelos tan nobles como el Packard Six o el Eight.

allan hill fabrica packard

Tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial se centraron en coches para la pujante clase media. Packard había sufrido grandes pérdidas por los contratos de armamento con el Gobierno y perdió su suministrador de carrocerías Briggs en favor de Chrysler, para tomar finalmente la fatal decisión de fusionarse con otra compañía que había conocido tiempos muy brillantes, pero que también estaba en crisis: Studebaker.

Russ Murphy, hoy con 83 años de edad y uno de los últimos trabajadores originales de la firma, vivió la decadencia: “Todos los buenos ya se habían marchado para entonces, sobre todo a Chrysler y a Ford. Packard había llegado a tener demasiados trabajadores... y no estaba muy claro a qué se dedicaba cada uno”.

En 1954 salió el último modelo de la cadena de montaje de East Palmer. El resto de Packard, que se fueron terminando hasta 1958, salieron de una planta de Conner Avenue, a 10 minutos en coche de aquí, y de la fábrica de Studebaker en Indiana.

Allan Hill, antiguo carrocero, encargado de pintura y promotor de bandas de blues, dirige ahora los escombros de su vida desde hace siete años entre las ruinas de Packard. Empezó a beber porque no pudo superar los devenires de la vida. “Siempre trabajando para poder comprar cosas y mantener un estatus entre tus vecinos. No, eso es algo que ya no quería seguir haciendo”.

Golpes de la vida

La mala suerte también se cebó con él: Allan tuvo que abandonar la casa que había comprado cuando se descubrió que no pertenecía al vendedor. De manera que se mudó a un cobertizo de la fábrica de Packard abandonada. A la derecha de su nuevo hogar, una serie de edificios devastados en los que antiguamente se habían fabricado transmisiones. Y frente a ellos, un hangar en ruinas donde antes se llevaba a cabo el montaje final.

Son unos edificios que no han llevado nada bien el paso del tiempo. Hay escombros por todas partes; perros abandonados corretean por allí como distraídos, hay montones de basura que apestan.

fabrica packard

Entre todo esto, acierto a entrever un pick-up Dodge, un viejo Ford, un camión, una carretilla elevadora, un par de cubos, botellas de cristal, cables, neumáticos. Y un BMW 530i plateado de la primera serie. Le falta la cubierta del techo deslizante, el capó a saber cuánto tiempo lleva abierto, pero el coche aún parece rescatable. “Tengo intención de repararlo”, dice Allan, que antes quiere ordenar todo este desaguisado con la ayuda de un par de amigos. “No puedo tirar nada fuera, pero al menos quiero adecentarlo un poco”.

Fue una mañana cuando Allan, aún de resaca, sintió la presencia de una persona frente a su cobertizo. Inmediatamente pensó que se trataba de un ladrón, pero en realidad era un cura. En un principio solo quería contarle que había asentado su parroquia en aquel lugar, pero acabó hablándole de la espiritualidad y de Dios. Allan no tenía estómago para aquello, hasta que aquel cura empezó a hablarle de motocicletas, a las que rendían culto en su parroquia. ¡Era un buen sitio por el que comenzar! Al final de la conversación, el cura le preguntó si aceptaba a Jesucristo como su Salvador. “Respondí que sí, y en aquel momento desapareció mi resaca”.

Ladrones de acero y un trabajador solitario

Allan vio esto como una revelación vital. Ahora, cada mañana de domingo a las seis en punto saca a las pobres almas de los alrededores de sus casas y los lleva a la pequeña iglesia en un minibús para su misa.

En un momento de la conversación, un viejo hombre de raza negra se aposta afuera de su cobertizo, Allan le da un dólar y dice: “¡Jesús es mi Rey!”. Muy americano. John McArthur, de la Packard Motor Foundation, estuvo aquí por última vez hace unos pocos años. “En aquel entonces aún quedaba alguna ventana con cristales y la azotea sobre el edificio que da a East Grand Boulevard aún no se había hundido”. En todo este tiempo, los comerciantes de metales se han llevado casi todo el acero de la zona y han puesto en serio peligro la estabilidad de los edificios. No hace falta mucho para que se produzca un derrumbamiento en toda regla. Lo último que aconteció fue el hundimiento de la superficie del puente de Bellevue Street, que se llevó consigo a tres ladrones de acero. También fue famoso un camión volquete que fue arrojado desde un cuarto piso.

Y con todo, sigue habiendo una vida entre los escombros. No por las noches, que Allan se encierra en su cobertizo, pero sí de día. De pronto, oigo música procedente de uno de los hangares. El colega de Allan, Harold Jones, trabaja a sus 53 años en la única empresa que sigue funcionando en los alrededores. La Chemical Processing Inc pinta aquí componentes, entre otros para fábricas de automóviles. Del centro del hangar cuelga un cartel: “Estamos orgullosos de nuestra promesa de seguir mejorando siempre”. Ninguna otra frase podría sonar más absurda en este sitio.

Hace nada menos que 35 años que Harold realiza este trabajo, casi siempre en solitario. Recuerda cómo era al principio. “Yo he crecido aquí. Antes era un vecindario de lo más normal”. Hoy es mucho más difícil, apenas pueden mantener a los criminales alejados. Casi todas las noches roban los cables de electricidad. Harold viene cada mañana a trabajar con un arma y la esperanza de poder marcharse algún día, esperanza que cada día es más débil. “Debo seguir, hasta que mi jefe me saque de aquí”.

Inversores que se atreven con todo esto

Quizá hasta que algo cambie en la vieja fábrica de Packard. Muchos han oído de grandes planes para la zona. Como los de Bill Huts, de Chicago: barba de tres días, pantalones de tela, camisa de Ralph Lauren. Te mira por encima de las gafas que lleva sobre la punta de la nariz con una expresión inteligente y el convencimiento de que vas a creerte todo lo que te cuente. Llegó a Detroit con la idea y la ilusión de convertir la antigua fábrica de Packard en un barrio residencial. La obra duraría unos 10 años, con un coste de 1.200 millones de euros. Antes de Huts entro en juego una texana, Jill Van Horn, que pretendía convertir el lugar un una máquina de hacer dinero, con socios inversores de todo el mundo, aunque especialmente de Wall Street y la propia Detroit. Se adjudicó el terreno por unos 5,5 millones de euros, pero no llegó a formalizar el pago, por lo que el turno pasó al de Chicago.

Packard fabrica futuro

Pero Huts no ha logrado reunir la suficiente financiación. El terreno pasó más tarde a manos del inversor español Fernando Palazuelo. Quería volver a levantar negocios y oficinas en la fábrica para resucitar la economía al este de Detroit. Al contrario que muchos emprendedores antes que él, ha empezado su proyecto, que va a dejar unos 300 millones de dólares a lo largo de la década en la que se va a desarrollar el proyecto y la construcción. Por el momento, los trabajadores están retirando la basura. “Lo que hace falta es tirar abajo los edificios en riesgo de derrumbamiento”, advierte Mc Arthur.

Es posible que las nuevas actividades le cuesten a Allan Hill su alojamiento. Su cobertizo no pertenece a la porción de terreno propiedad de Palazuelo, pero los hangares ya han sido adquiridos por una inmobiliaria a un precio de 370.000 euros al cambio.

Cuando le preguntas a Allan qué conservaría de todo el complejo, únicamente se mesa su blanca barba, pero no responde. Allan ha preferido no ver demasiado de lo que hay a su alrededor, para no tener miedo a lo que no conoce. Pero ya ha oído demasiadas cosas como para creer en algo. Aparte de en Dios, por supuesto.

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